No acepta la derrota. Rigoberto lleva años sentándose en la misma mesa y desplegando sus fichas con toda maestría; a sus sesenta años ha estudiado varios libros de estrategia e intentado cada maniobra que se le ocurrió; en ocasiones se pasaba la semana entera elucubrando, jugando consigo mismo y auto ganándose partidas de horas; victorias que festejaba con saltos, gritos, aplausos y ovaciones solitarias por las que todos los vecinos le consideraban loco ¿Qué cosa podría causar tanto grito en un cuarto pequeño al punto que solo alcanzan en él una cama, una pequeña cocina a gas y un semanero viejo?
“¿Ele? ¿Ya llegaste? ¿Cuánto hay que darle al taxista?”
Pero la historia se repite cada lunes; las fichas negras y blancas se reparten por el tablero y pronto las contrarias terminaban siempre en ventaja sometiendo al sombrío sujeto a una (nuevamente) decepcionante derrota.
“¿Qué es esto? ¿Una muñeca? ¿Esas pendejadas enseñan ahora en la escuela?”
Su contrincante, el último de sus seis hijos, era un ser muy diferente a él, y eso que trabajó años por arreglar al muchacho. Tal como su padre lo hiciera con él, Rigoberto se empeñó en enderezar al travieso al punto que parecía que el madero que usaba para castigarle empezaba a adquirir la forma de las partes blandas del niño; aunque en realidad, cuando este no se comportaba como es debido, no importaba donde cayera el educador pedazo de madera, y tan frecuentes eran esos comportamientos que el pobre de Rigoberto tenía ya las manos callosas de pasar el día entero palo en mano.
“¡¿Por qué no te comportas?! ¡Una damita no hace eso!”
Aun así, el mocoso no se arregló y ahora, a sus treinta años, se la pasa por la vida como si todo fuera "solucionable", como si los problemas no existiesen y criando a una niña que de lejos se ve que va a terminar siendo igual de maleducada que su padre.
“¡¿Dónde puse el palo?! ¡Vas a ver, carajo!”
Cada vez que pensaba en todo esto, Rigoberto no podía dejar de sentirse frustrado ¿Cómo podía una persona con tan poca disciplina de vida, jugar mejor que él, o lo que es peor, llamarlo “solo un juego”?, término que (Rigoberto lo juraba) usaba solo para irritarlo aún más. Parecía que todo lo hacía para vengarse (¡como si lo mereciera!) de los tantos intentos que realizó por inculcarle buenas costumbres. Pero la siguiente jugada sería del anciano, y ya bosquejaba una idea de cómo superar la fluidez mental de su hijo: desasosiego.
“Deja de gritar ¡Mierda!, ¡ya te voy a dar algo para que llores en serio!”
Sin embargo; este lunes las fichas se quedaron quietas, tan quietas que el anciano las veía tétricas. Asistió puntual y bien vestido a la cita semanal, aun sabiendo que en este punto lo más probable era que su hijo no llegue; seguramente estará buscando todavía a Matilde por el barrio. No se imagina que esa tarde la pequeña decidió escuchar a su abuelo y aventurarse más allá de lo que se le tenía permitido y, como siempre le veía tan solo, decidió incluso llevarle una pequeña muñeca de plastilina hecha por ella, para que le acompañe al viejito. Cuando Rigoberto volvió a casa, giró las perillas de la estufa y, mientras lentamente se quitaba el traje y lo colgaba en un orden escrupuloso en su percha, se daba cuenta que no tenía más jugadas posibles ¿otra encrucijada puesta por su hijo?
-Je, volví a perder. Se dijo mientras recordaba la última conversación con su nieta (interrumpida por el esfuerzo que le toma al viejo la actividad física):
“¡Ahora (…) sí (…) vas (…) a (…) saber (…) que (…) la (…) vida (…) no (…) es (…) solo (…) estarse (…) ri (…) en (…) do!”
Se recostó parsimonioso en su diminuta cama, miró el cadáver junto a la puerta e inhalo fuerte el aire que empezaba a intoxicarse con un liberador olor a gas.

1 comentario:
lightly tricky....
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