La pequeña paloma, casi un pichón, yacía exhausta en el césped luego de casi media hora de intentar volar. Sus intentos de elevarse ahora solo eran patéticas contracciones. Cerca estaba Juan, el niño que la hirió, observando de pie inmensurablemente maravillado. Cuando el pequeño pájaro dejó de pelear con la gravedad Juan se acercó y lo tomó con cuidado; lo rodeó con ambas manos y lo acercó a su pecho. El nunca trató de herirla, solo jugaba con su pelota cuando el ave cayó de la nada, ni siquiera vio que estaba en el árbol.
Mientras la sostenía tratando de protegerla, empezó a correr a casa; mamá amaba las palomas, ella sabría qué hacer. Sólo esperaba que su nuevo hermano no tenga a mamá muy ocupada; después de todo, últimamente gastaba sus días sólo con el recién nacido. Juan no entendía por qué siempre mamá estaba con él ¡si solo era un pequeño bulto en la cuna!, jamás haciendo nada y obteniendo toda la atención de mamá y papá. Miró entre sus manos, el ave también era un pequeño bulto en ese momento.
De repente Juan dejó de correr. Tomo al pájaro, que se encontraba más calmado, casi como deseando ser llevado con la dama para ser sanado. El pequeño, miró inexpresivo al bulto en sus manos y empezó a apretar. Un chillido agudo salió del pico del ave y luego el silencio. Juan nunca olvidará la emoción de matar, la placentera sensación de los huesos que se rompen soltando un sonido exquisito y la carne vuelta una masa deforme y agradablemente cálida, casi escurriéndose entre sus dedos como plastilina. Y le golpeó la idea; la visión de una cuna color vino. Dejó al ave a un lado y empezó a correr hacia su casa. El patio se le hizo grandísimo, la manija de la puerta más alta, la escalera le llenó de peldaños enredadizos y por fin entró de golpe al cuarto de su hermanito y se lanzó a abrazar la falda de su madre, que se empapó en lágrimas gordas que él forzaba sin reparos, intentando apagar la culpa.

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